15 de octubre de 2008. Examen de historia. He de mantener la máxima concentración. Comienzo a responder…, pero algo que se está haciendo muy común empieza a desconcentrarme: el maldito taladro de las obras otra vez… Insoportable, sencillamente. Así no se puede hacer un examen. Todos mis compañeros están conmigo. No lo aguantamos. Me acerco al delegado. “Deberíamos hacer una huelga, tío”, me comenta. ¿Sabéis eso de las películas? Sí, sí, cuando se te enciende la bombilla. Pues eso me pasó. Tiza en mano, me acerco al delegado, y le digo que apunte en la pizarra: “Viernes 17 de octubre, a las 8:30 en la puerta del insti, huelga contra las obras”. Todos leen el aviso antes de irse. Pero la mayoría la prefiere el jueves. A lo lejos, en la otra clase, ya se oye “¡Huelga, huelga!”. Dicho y hecho. Lo que fue un acto impulsivo acabó en una huelga declarada.
Instintivamente, creo, aprendimos de los errores del pasado. Las huelgas, sean por el motivo que sean, cuando suponen perder clase, van acompañadas por un triste apoyo a la causa. Parece que lo único que quiere la gran mayoría es perder clase. Por suerte, se nos ocurrió la idea tan repentinamente que ni la mitad de los alumnos se enteró de la huelga hasta el día siguiente. Eso ayudó a que casi todo cuarto estuviera al pie del cañón.
La huelga estuvo mal organizada, hay que reconocerlo, pero nadie puede negar que logramos alcanzar mejoras, tanto para los alumnos como para los profesores, que mucha falta hacía. La causa era buena. Formamos una comisión estudiantil e hicimos una carta de protesta que entregamos al jefe de estudios y, posteriormente, a la directora. Nos reunimos para negociar, movilizamos a unas 40 personas… No fue nada fácil, la verdad. Pero somos más cabezotas que nadie. Aunque de una manera no totalmente reglamentaria, logramos aulas con luz, calefacción, sin goteras… Lo normal, digo yo… ¿Vosotros qué opináis? Bueno, ¿qué queréis que os diga? Estamos en la edad del pavo, cierto, ¿pero nos impide eso usar la cabeza?
Yerai Castillo
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